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hombro.
-Ya lo creo, bailaremos.
Efectivamente; cuando empezó la música, yo fui el primero en sacar a bailar a Mary.
Después de la charanga comenzó a tocar el tamboril. Genoveva miraba a Agapito melancólicamente con
el rabillo del ojo; yo me acerqué a él, y dándole un empujón, le dije:
-Anda, no seas tonto; sácala a bailar.
Él se decidió. El tal Agapito era de estos mozos petulantes que se creen guapos, y a quienes la estu-
pidez irremediable de las mujeres (al menos así nos parece a los hombres) va dando alas. Agapito bailaba
ex cáthedra. Yo me decidí a intentar bailar el fandango al son del tamboril; pero, como no sabía mover los
pies, hice que se rieran de mí las mujeres y los hombres.
-¡Bravo, Shanti! ¡Bravo! -me gritaron los viejos pescadores, que se acercaban a mirarme todos en fila,
con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
-Creo que estoy bailando como un lobo de mar -le dije a Mary.
Ella no pudo contener la risa. Realmente, los dos desmoralizábamos el baile. Ella, sin poder bailar, rién-
dose; yo, saltando pesadamente con la gracia de un oso blanco entre los hielos, al lado de Quenoveva y
de Agapito, tan serios y tan graves, éramos un insulto a las tradiciones más veneradas del país.
Sabido es que entre estas tradiciones, la religión y el baile son las más importantes. Por eso dijo Voltaire,
con razón, que el pueblo vasco es un pequeño pueblo que baila en la cumbre de los Pirineos.
Después de saltar y brincar emprendimos la vuelta, entre la algazara de los chiquillos y las canciones de
los mozos.
114
Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
A primera hora de la noche ya estábamos otra vez en Lúzaro, en la plaza, bailando.
Después de cada baile, en que yo me cubría de gloria, con gran risa de Mary, dábamos una vuelta por
la Alameda. A las diez, tras de una tarde de gimnasia y una serie no interrumpida de habaneras y de jotas,
ejecutadas (así decimos en el pueblo) unas veces por la banda y otras por los tamborileros, hubo un castil-
lo de fuegos artificiales, que hizo las delicias de la gente menuda y de los pescadores.
Quenoveva encajó toda su chiquillería a un pariente; la Cashilda dejó a su niño, el futuro antropólogo,
en casa, y fuimos luego Quenoveva con Agapito, la Cashilda, Mary y yo a dar un último paseo al rompeo-
las. Esta es la costumbre clásica de Lúzaro.
Al llegar a la cruz del rompeolas, los hombres suelen poner en ella la mano y las mujeres los labios.
En el camino, Cashilda me explicó una particularidad que yo no sabía. «Si las chicas quieren un novio
marino -me dijo-, tienen que besar la cruz por el lado del mar; y si lo quieren terrestre, por el lado de tier-
ra.» Según parece, hay algunas que no tienen inconveniente en ser anfibias.
Llegarnos al rompeolas, y Quenoveva y Mary besaron la cruz por el lado del mar.
Al volver a casa, yo quise besar a Mary a espaldas de la Cashilda y devolverle el beso que había dado
a la cruz, pero ella se me escapó riendo.
115
Una noche en Frayburu
Capítulo III
Aunque la veía por las tardes, solía pasar todas las noches por delante de su casa. Los enamorados son
insaciables. Ella estaba junto a los cristales, me veía, me saludaba y cerraba las maderas del balcón de su
cuarto.
Yo necesitaba estar solo para saborear mi felicidad, y en vez de ir al casino o a mi casa, me marchaba
al rompeolas, me sentaba en el pretil con las piernas para afuera y miraba el mar, a la luz de la luna o a la
luz de las estrellas, retorciéndose en torbellinos furiosos.
Una noche, ya al final de septiembre, me había retrasado. Estaba solo en el rompeolas; el mar, agitado,
hacía el estrépito de una serie de truenos al chocar contra las rocas, y levantaba nubes de espuma.
Oí en el reloj de la iglesia que daban las once de la noche, y me dirigí hacia casa. Había en la explana-
da del rompeolas dos grandes redes puestas a secar, y para no estropearlas pisando encima, me fui hacia
el borde del malecón. Iba marchando de prisa, silbando, cuando de repente dos hombres se lanzaron sobre
mí, me agarraron, y antes de que pudiera gritar me taparon la boca y me ataron los brazos.
Creí que me querían tirar al agua, y mis pensamientos se reconcentraron en Mary.
Los dos hombres, rápidamente, me bajaron por la rampa del muelle y me tumbaron a proa en la cubier-
ta de un barco. A popa había un hombre envuelto en un sudeste, a quien no se le veía la cara. A pesar de
esto, le conocí. Era Machín. Me había llevado a su goleta.
¿Con qué objeto? Sin duda quería jugarme una mala pasada.
Los dos hombres, dejándome a mí atado y con la boca tapada, cogieron cada uno un remo y, apalan-
cando en las paredes y remando, llevaron el barco hasta las puntas. Ya allí, tiraron de las cuerdas para izar
las velas, chirriaron las garruchas, y dos formas oscuras aparecieron en la oscuridad de la noche.
El foque se extendió, dando un estallido como si fuera a romperse; después se hincharon las otras velas;
el barquito se torció violentamente; yo me agarré para no caerme al agua. Comenzamos a navegar con
gran velocidad. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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