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en donde cada obrero gobernaba simultáneamente, con manos y pies, dos palancas y dos pedales;
pero aquella cadencia demasiado rápida agotaba a los hombres, y los mandos complicados
requerían más cuidado y atención de los que poseen los dedos y las cabezas duras de los
artesanos. Zenón sugirió unos ajustes, pero el nuevo jefe de taller no pareció hacerle caso. Aquel
Thierry, seguramente, no pensaba más que en deshacerse de Colas Gheel: se encogía de hombros
al mencionar a aquel blandengue, al emborronador cuyas elucubraciones mecánicas no tendrían,
finalmente, más efecto que el de arrebatar el trabajo a los hombres y hacer que el paro
empeorase, al beato a quien de repente le había dado por la devoción, contrayéndola como si
fuera la tina. Desde que ya no disponía de las comodidades y amenidades de Brujas, el borracho,
después de beber, adoptaba el tono contrito de un predicador en la plaza pública. Todas aquellas
gentes pendencieras e ignorantes repugnaron al clérigo; comparados con ellos, los doctores
forrados de armiño y saturados de lógica cobraban algún peso.
Poca consideración le valieron a Zenón sus talentos mecánicos en el seno de su familia,
que lo despreciaba por su indigencia de bastardo y al mismo tiempo lo respetaba hasta cierto
punto por su futuro estado de sacerdote. A la hora de cenar, en el comedor, el clérigo escuchaba
proferir a Henri-Juste pomposos dichos sobre la conducta que debe adoptarse en la vida: siempre
hablaba de evitar a las doncellas, por miedo a algún embarazo; a las mujeres casadas, por miedo
al puñal, y a las viudas, porque lo devoran a uno. Había que cultivar las rentas y rezar a Dios. El
canónigo Bartholommé Campanus, acostumbrado a no exigir de las almas más de lo poco que
podían dar, no desaprobaba aquella tosca cordura. Aquel día, los segadores habían visto a una
bruja meando maliciosamente en un campo, para conjurar la lluvia sobre el trigo ya casi podrido
por insólitos chaparrones. La habían arrojado al fuego sin más proceso. Se mofaban de aquella
sibila que creía tener poderes sobre el agua y no había podido resguardarse de las brasas. El
canónigo explicaba que el hombre, al infligir a los malvados el suplicio del fuego, que sólo dura
un momento, no hacía sino regirse por la conducta de Dios, que los condena al mismo suplicio,
pero eterno. Aquellas palabras no interrumpían la copiosa colación de la noche; Jacqueline,
acalorada por el verano, gratificaba a Zenón con sus carantoñas de mujer honesta. La gruesa
flamenca, embellecida por su parto reciente, orgullosa de su tez y de sus manos blancas,
conservaba una exuberancia de peonía. El sacerdote no parecía darse cuenta ni del corpiño
entreabierto, ni de los mechones rubios que rozaban la nuca del joven clérigo, inclinado sobre la
página de un libro antes de que trajeran las lámparas, ni del sobresalto de cólera del estudiante
que despreciaba a las mujeres. En cada persona perteneciente al sexo femenino, Bartholommé
Campanus veía a María y a Eva a un tiempo, a la que derrama, para salvación del mundo, su
leche y sus lágrimas, y a la que se abandona a la serpiente. Bajaba los ojos sin juzgar. Zenón
salía, caminando con paso ligero. La terraza rasa, con sus árboles recién plantados y sus
pomposas rocallas, pronto dejaba lugar a los prados y tierras de labor. Una aldea de casas con
tejados achaparrados se ocultaba bajo el cabrilleo de los almiares. Mas ya había pasado el tiempo
en que Zenón podía tumbarse cerca de las hogueras de San Juan, al lado de los campesinos,
como antaño hacía en Kuypen, en la noche clara que abre el verano. Tampoco en las noches frías
le hubieran cedido un sitio en el banco de la fragua en donde unos cuantos rústicos, siempre los
mismos, se apiñaban al buen calor, intercambiando noticias, entre el zumbido de las últimas
moscas de la temporada. Todo ahora lo separaba de ellos: la lenta jerga pueblerina, sus
pensamientos apenas menos lentos y el temor que les inspiraba un muchacho que hablaba latín y
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